miércoles, mayo 13, 2009

Vasili Grossman - Vida y destino

Darenski salió del coche y miró a un hombre montado a caballo que se dirigía a la colina. Con la
vestimenta ceñida mediante una cuerda, estaba sentado sobre su cabalgadura de pelo largo y desde
la colina contemplaba la estepa. Era viejo y su cara parecía de piedra.
Darenski llamó al viejo y, tras ir a su encuentro, le ofreció su pitillera. Éste, girando de golpe
todo su cuerpo sobre la silla, con la vivacidad de la juventud y la reflexiva lentitud de la edad
madura, se volvió a mirar la mano que le tendía la pitillera; luego la cara de Darenski, luego la
pistola colgada al cinto, los tres distintivos de teniente coronel y sus elegantes botas. Entretanto, con
los finos dedos oscuros, tan pequeños y delgados que se podría haber dicho tranquilamente que
pertenecían a un niño, tomó un cigarrillo y le dio vueltas en el aire.
El rostro de pómulos prominentes, duro como la piedra, del viejo calmuco se transformó por
completo y, entre las arrugas, dos ojos buenos e inteligentes escrutaron a Darenski. Y la mirada de
esos viejos ojos marrones, al mismo tiempo escudriñadores y confiados, ocultaba algo espléndido.
Darenski, sin razón aparente, se sintió alegre y cómodo. El caballo del viejo que había tensado
hostilmente las orejas mientras Darenski se aproximaba se calmó de improviso, apuntó hacia él una
oreja curiosa, luego la otra, después sonrió con su morro de dientes grandes y con unos ojos
maravillosos.
—Gracias —dijo el viejo con un hilo de voz.
Pasó la palma de la mano sobre el hombro de Darenski y añadió:
—Tenía dos hijos en la división de caballería. El mayor —levantó la mano ligeramente por
encima de la cabeza del caballo— está muerto, y el pequeño —bajó la mano ligeramente por debajo
de la cabeza del caballo— es ametrallador: tiene tres medallas —luego le preguntó—: ¿Tienes
padre?
Mi madre todavía vive, pero mi padre está muerto.
—Ay, eso es malo —movió la cabeza el viejo, y Darenski comprendió que el viejo no se había
entristecido por cortesía, sino de corazón, al enterarse de que el coronel ruso que le había ofrecido
un cigarrillo había perdido a su padre.
De improviso el calmuco lanzó un grito, agitó la mano en el aire y galopó colina abajo con una
gracia y una velocidad extraordinarias. ¿Qué estaría pensando mientras galopaba a través de la
estepa? ¿En sus hijos? ¿En que el coronel ruso que se había quedado junto a su coche averiado
había perdido a su padre?
Darenski siguió el impetuoso galope del viejo y en las sienes no era la sangre lo que le latía, sino
una única palabra: libertad, libertad, libertad.
Una envidia irrefrenable hacia el viejo calmuco se apoderó de él.

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