viernes, octubre 30, 2009

Poema de Keita Fodeba


Era el amanecer. La pequeña aldea que había danzado durante la noche al son de los tam-tam despertaba poco a poco. Los pastores semidesnudos y tocando la flauta conducían a los rebaños hacia el valle. Las muchachas armadas de canarios, se perseguían por el tortuoso sendero de la fuente. En el patio del morabito, un grupo de niños canturreaba en coro versículos del Corán.

Era el amanecer. Combate del día y de la noche. Pero ésta, extenuada, no podía más y lentamente expiraba. algunos rayos de sol, señal que anticipaba esta victoria del día, arrastraban todavía, tímidas y pálidas, en el horizonte, las últimas estrellas que se deslizaban suavemente bajo las nubes, como framboyanes en flor.

Era el amanecer. Y allá al fondo de la vasta llanura de contornos púrpura, una silueta de hombre encorvado cavaba la tierra: silueta de Namán, el agricultor. A cada golpe de su daba, los pájaros asustados volaban hasta las apacibles riberas del Djoliba, el gran río nigeriano. Su pantalón de algodón gris, húmedo de rocío, sacudía la yerba a sus costados. Sudaba, infatigable, siempre encorvado, manejando hábilmente su herramienta; porque era necesario que sus semillas estuvieran sembradas antes de las próximas lluvias.

Era el amanecer. Siempre el amanecer. Los come-mijo, en el follaje, revoloteaban anunciando el día. En la pista húmeda de la llanura, un niño con su pequeño carcaj colgado, corría sin aliento hacia Naman. Le dijo: 'Hermano Naman, el jefe de la aldea quiere verte bajo el árbol de las conversaciones'.

Sorprendido ante una llamada tan matinal, el cultivador dejó su herramienta y caminó hacia la aldea que ahora brillaba al resplandor del sol naciente. Ya los Ancianos, más graves que nunca estaban sentados. Al lado de ellos un hombre uniformado, un agente impaasible, fumaba tranquilamente su pipa.

Naman se sentó sobre una piel de carnero. El vocero del jefe se levantó para trasmitir a la asamblea la voluntad de los Ancianos: 'Los Blancos han enviado un agente para solicitar que un hombre de la aldea vaya a la guerra en su país. Los notables, después de deliberar, han decidido dessignar al joven más representativo de nuestra raza para que vaya a probar en la batalla de los Blancos el coraje que siempre ha caracterizado a nuestro Mandinga'.

Naman, cuya imponente estatura y apariencia muscular elogiaban cada noche las muchachas en coplas armoniosas, fue designado de oficio. La dulce Kadia, su joven esposa, conmovida por la noticia, dejó de repente de moler, puso el mortero en el granero y, sin decir palabra, se encerró en su choza para llorar su desgracia entre sollozos ahogados. La muerte le había arrebatado a su primer marido y no podía concebir que los Blancos le arrebataran a Naman, en quien descansaban todos sus nuevas esperanzas.

Al día siguiente, a pesar de sus lágrimas y sus quejas, el sonido grave de los tam-tams de guerra acompañó a Naman hasta el pequeño muelle de la aldea donde se embarcó en una chalana con destino a la cabecera de la región. Por la noche, en vez de bailar en la plaza pública como era costumbre, las muchachas velaron en la antecámara de Naman, donde hablaron hasta la mañana en torno a la lumbre.

Varios meses pasaron sin que ninguna noticia de Naman llegara a la aldea. La pequeña Kadia estaba tan inquieta que recurrió al experto mago de la aldea vecina. Los mismos Ancianos sostuvieron un breve conciliábulo secreto sobre el tema, del que nada se supo.

Un día por fin llegó a la aldea una carta de Naman dirigida a Kadia. Ésta, preocupada por la situación de su esposo, fue esa misma noche, tras penosas horas de camino, a la cabecera de la región donde un traductor leyó la misiva.

Naman estaba en África del Norte, con buena salud y pedía noticias de la cosecha, de las fiestas, de las danzas, del árbol de las conversaciones, de la aldea...

Esa noche, las comadres permitieron que la joven Kadia asistiera, en el patio de las más ancianas, a sus pláticas acostumbradas de la noche. El jefe de la aldea, contento con la noticia, ofreció un gran festín a todos los mendigos de los alrededores. Pasaron todavía varios meses y todos volvieron a estar ansiosos porque no se sabía nada de Naman. Kadia pensaba ir de nuevo a consultar al mago cuando recibió una segunda carta. Naman, después de Córcega e Italia, estaba ahora en Alemania y se felicitaba por haber sido ya condecorado. Otra vez fue una simple carta informando que Naman había caído prisionero de los alemanes. Esta noticia pesó mucho sobre la aldea. Los Ancianos celebraron consejo y decidieron que Naman quedaba autorizado para danzar el Douga, esa danza sagrada del buitre que nadie baila sin haber realizado una acción importante, esa danza de los emperadores malinkés cada uno de cuyos pasos es una etapa de la historia de Malí. Fue un consuelo para Kadia ver cómo elevaban a su marido a la dignidad de los héroes del país.

Pasó el tiempo...Pasaron los años... Naman seguía en Alemania. Ya no escribía.

Un buen día, el jefe de la aldea recibió de Dakar un mensaje que anunciaba la próxima llegada de Naman. En seguida vibraron los tam-tams. Se bailó y se cantó hasta el amanecer. Las muchachas compusieron nuevas tonadas para la recepción porque las antes le estaban dedicadas no decían nada de Douga, esa célebre danza del Mandinga.

Pero, un mes más tarde, el cabo Moussa, un gran amigo de Naman, dirigió esta trágica carta a Kadia: 'Era el amanecer. Estábamos en Tiaroye-sur-Mer. En una gran contienda contra nuestros jefes blancos de Dakar, una bala traicionó a Naman. Descansa en tierra senegalesa'.

Efectivamente, era el amanecer. Los primeros rayos de sol apenas rozaban la superficie del mar, doraban sus pequeñas olas encrespadas. Al soplo de la brisa, las palmeras, como asqueadas por ese combate matinal, inclinaban suavemente sus troncos hacia el océano. Los cuervos, en bandadas ruidosas, venían a anunciar a los alrededores, con sus graznidos, la tragedia que ensangrentaba el alba de Tiaroye... Y, en el azur encendido, precisamente encima del cadáver de Naman, un gigantesco buitre planeaba pesadamente. Parecía decirle: '¡Naman! No bailaste esa danza que lleva mi nombre. Otros la bailarán

1 comentario:

Anónimo dijo...

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